Todavía está fresco, como ayer, en mi mente, cuando los chicos del barrio hacíamos cometas. Teníamos tal vez, no más de siete, unos más grandes y otros más chicos, cuando en el antiguo campo ayala o en la plaza iglesias nos juntábamos para tratar de elevarlos lo más alto que se pudiera.
Los hacíamos de un papel de colores, entre más colores,
mejor. Conseguíamos una cañas, las que cortábamos en delicadas varitas. Un poco
de hilo de cuerda, blanca claro, de la que venía en carrucha, como la que se
usa para tejer los sacos, con no menos de veinticinco metros de largo. La cola,
siempre, con recortes de pedazos de tela, de todos los colores, que remolcara y
le diera estabilidad a la cometa.
Luego, una vez armada, pegada, engomada, zarandearla para
ver si las uniones quedaron firmes y esperar a la primer corriente de viento,
lo suficientemente fuerte como para elevarse sin contratiempos o tomarla y
correr contra él, soltando las amarras y el cordón.
Pero no era en cualquier época en el que se podía elevar.
Había una época especial, de grandes vientos, en los que los cometas de mi
pueblo se alzaban más allá que cualquiera en cualquier parte del mundo.
Ya un día no volví a elevarlos. Un día guardé todo y me
olvidé de ello. No fue sino hasta años después que un niño tiró de mi camisa y
me pidió que le ayudara a alzar su cometa. Ahí, mirando al cielo, ambos
esperamos la mejor corriente de aire para elevarlo hasta el infinito. Claro, ahora los cometas son mejores, traidos de china algunos, ya no se usa la caña, el hilo y otros más...pero la ciencia de elevarlos, sigue siendo la misma.