Un fin de semanas de estos pasé por
una vieja panadería de mis barrios de infancia, de lo poco que queda
en ese lugar aún en pie con algún grado de antigüedad. Ha
sobrevivido a a la par de las más modernas y competitivas.
Esa
panadería se sostiene a fuerza de tradición y una cucharada de
calidad con sabor a pueblo. Entré con ojos de intriga, pues ya
habían pasado unos veinte años desde la última vez que puse un pie
en ese lugar.
Miré por todos lados, tratando de encontrar algún
recuerdo, alguna comida que aún pudiera saborear que le
transportara a aquellos años mozos, pero se impuso a mis recuerdos
un fuerte olor a pan fresco. Luego de repasar cada esquina y bajo la
mirada atónica de la vendedora, respondí a la pregunta que ella me
hizo. -Si, deme ese pan, grande, el más grande que tenga de esos que
están ahí sobre la mesa.
Era un pan largo, ancho, como de unos
cincuenta centímetros de largo y unos diez de ancho, con una pizca
de harina encima. -Está quebrado, me contestó. -No importa, deme
otro igual. -No, los demás son mas pequeños, solo este nos queda
así. -Bueno, entonces lo llevo, aunque esté quebrado. -Cuanto es?
-Setecientos cincuenta, pero le vamos a cobrar solo setecientos por
estas partido. -No se preocupe, por mi esta bien. Lo tomé con
cuidado, cual objeto valioso imaginando el desayuno del día
siguiente: natilla y pan. Atrás quedó esa pequeña venta de
panadería, pintada del mismo color de toda la vida, con sus bandejas
tradicionales, colores y aromas que se han ido perdiendo en el
tiempo.
Aún cuelga en sus paredes un artículo de periódico que en
alguna oportunidad habló de ellos. Aun está de pie, soportando los
embates del modernismo. Cuánto más soportará. Tal vez no mucho,
pero tal vez me equivoque y siga ahí muchos años más, invitando a
algunos nostálgicos a entrar.