Aquellas semanas santas de Cartago, de las que aún queda algo, tenían un menú de costumbres muy
particular. La semana empezaba con la cuaresma, el día de colocación de la
ceniza en la frente y los viernes de sardinas, pues no se comía para nada carne
roja o pollo.
Conforme se acercaban las fechas más importantes, los miembros de
la cofradía empezaban a ensayar sus cuatro pasos, dobles de tambores y
cornetas. En ese lapso, las filas en las iglesias se salían, pues todos querían
confesar sus pecados y empezar de nuevo en cero.
Antes había que ir temprano a
la Iglesia, antes de que entrara el cura al confesionario para saber si era uno
bueno o muy estricto para cambiar de iglesia o esperar a otro día.
El domingo
de ramos se repartían las palmas en la primera misa. La palma era importante,
pues se ponía detrás de las puertas en las casas en forma de cruz, se podía quemar durante una gran
tormenta y rayería en el invierno y, pues para santiguarse antes de salir.
El
lunes o martes santo, una pequeña procesión pasaba frente a mi casa, que
terminaba con un cristo en la capilla de María Auxiliadora y el lavado de los
pies. Jueves y viernes santos nada de carros. Todos teníamos que andar a pie, y
el bus a San José terminaba el jueves al medio día. Viernes del todo no se
encontraban ni taxis ni autobuses. No fue sino hasta hace algunos pocos años,
que el transporte público empezó a operar esos días y, también, que se dejara
de ver con malos ojos y casi pecado que las personas tomaran la semana santa
como vacaciones y se fueran a la playa. Antes, esa semana era para encerrarse,
ir a la iglesia a contemplar los huertos, oír el gallo y se tapaban las figuras
de los cristos, hasta el día de la resurrección. Esa era una costumbre con mi
abuelita Zoila: visitar las iglesias el jueves o viernes santo en la tarde,
para ver cómo las habían arreglado, y de paso, echarse una rezada en cada una
de ellas. Por alguna razón en particular, siempre la semana santa era soleada,
de alta temperatura, de ese sol que ciega la vista. Solo la tarde del viernes,
en la antigua plaza de la Soledad, en donde se realizaba la crucifixión, como a
las cinco, se ponía triste, oscuro, nublado.
Las procesiones eran un rito en si
mismo, una formalidad, seriedad casi mortual, un murmullo, la gente siguiendo
el cortejo, era un verdadero melodrama. Además del burrito del domingo de
ramos, la pequeña procesión del lunes o martes que terminaba con el lavado de
los pies, el jueves en la noche se celebraba la procesión de la detención de
Jesús, el viernes en la mañana la del encuentro con María y en la noche de ese
mismo día la del santo sepulcro. Antes eran recorridos muy largos, casi siempre
los mismos, pero parece que una disputa entre curas, acabó con la ruta, y
empezaron a variarla por varios años. Empezaban las procesiones de la noche
temprano, para terminar a las diez, pero algo pasó y en los últimos años
llegaban casi a media noche.
Otra cosa que cambió fue la cantidad de gente que
asiste a ellas. Antes eran pocas procesiones y la gente venía de diversos
lugares a verlas. Luego empezaron a aparecer nuevas, más pequeñas, pero igual de dramáticas, en otras
comunidades, lo que hacía que la gente fuera a la que estaba más cerca. Fray
Isidoro era quien daba, con un micrófono
de mala calidad, el resumen de los acontecimientos bíblicos ante la
concurrencia. Para nosotros, los jóvenes
de setentas y ochentas, era noche de moda, de ir a ver gente y, mirar a las
chicas del barrio. Cuando la gente esperaba a lo largo de la calle en donde se
efectuaría el recorrido, no había manera de saber si venía o no la procesión.
Sin embargo, siempre era encabezada por un símbolo romano, una paloma, dentro
de un circulo. El que llevaba ese estandarte era un señor que le decían Picho,
y la gente gritaba al verlo: ahí viene la paloma de Picho.
En Cartago es el
único lugar del que tengo conocimiento, de que a los soldados romanos, se les
llamara judíos. En efecto, la gente le llamaba así a los romanos. Siempre me
pareció curioso y no tengo una explicación científica para ello. Y las comidas:
sardina en salta de tomate, y sardina picante en aceite: pan casero dulce al
que llamábamos pan Sánchez por la abuela; una masa de maíz blanca–como la de
los tamales pero sin especies ni condimentos- envuelta en círculo, a la que llamábamos
tayuyo, que era una costumbre de mi abuelita Zoraida, tamal de arroz, sopa de alverjas,
sopa de bacalao, arroz blanco, pan salado con chile dulce y cebolla.
Con
aquellos calores, teníamos prohibido bañarnos en viernes santo, pues nos
volvíamos pescado. Cuando fui creciendo descubrí
que no era cierto y que era una broma. El domingo de resurrección se celebró
por muchos años en domingo, pero luego de cierta época para acá, la resurrección
ocurre el sábado en la noche. Esa era la última procesión, el cristo resucitado
en sus túnicas blancas. Para ese día, la banda de Cartago ya estaba de
vacaciones, pues había dado lo mejor de sí entre jueves y viernes. Siempre
formal, con su música escogida para la ocasión, no había momento más solemne
que cuando tocaban el duelo a la patria la noche de viernes santo.